Una de las principales preguntas que circuló en las redes sociales tras
la muerte del expresidente Luis Echeverría fue por qué nunca se le juzgó por
las graves violaciones a los derechos humanos que resultaron de sus decisiones.
¿Por qué, a pesar de haber sido juzgado y puesto en arresto domiciliario por su
responsabilidad en la masacre de estudiantes del 2 de octubre de 1968, queda la
percepción de que la justicia no alcanza nunca a los hombres del poder
político? Aquí intentaré, desde mi experiencia como hurgador de archivos de esa
parte de la historia, desarrollar algunas respuestas tentativas.
Echeverría fue secretario de Gobernación de 1964 a 1970 y presidente de
la república de 1970 a 1976. En esos doce años ocurrieron al menos tres grandes
momentos en los que sus cargos públicos fueron clave para el desenlace y sus
consecuencias sociales, históricos y legales:
- El movimiento estudiantil de 1968 y la masacre
de estudiantes con que se puso fin a este en la plaza de Tlatelolco el 2
de octubre.
- La otra masacre de
estudiantes del 10 de junio de 1971, mejor conocida como “el Halconazo”.
- El periodo de la guerra sucia, insuficientemente investigado y visibilizado, pero con saldos superiores en todos los terrenos a los dos casos anteriores.
Antes
de desarrollar un poco estos tres episodios, es importante incluir un elemento
que vendría a cambiar el conocimiento de esos sucesos: la apertura de los
archivos que contenían los secretos de Estado de 1947 a 1985. En esos juegos
absurdos de la historia, sería el presidente Vicente Fox, un mandatario
despreocupado por la historia, quien en 2001 abría al público los grandes
secretos que contenían los fondos de la Dirección Federal de Seguridad (DFS),
demás de una parte de la sección II (inteligencia) del Ejército y de fragmentos
de los archivos de Relaciones Exteriores y del Instituto de Migración.
Todos estos acervos se habrían de sumar en ese año al
fondo de la Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales (DIPS), un acervo
que a mi juicio representa el más importante para entender ese periodo de la
historia de México. A diferencia de los otros fondos, este tiene la virtud de
no haber pasado por los filtros de la selección de la “inteligencia” del
espionaje. Las más de 3000 cajas que lo conforman son lo que en la
administración pública se conoce como “archivo muerto”. Todos éstos archivos terminaron
exponiendo las entrañas del ejercicio político de parte de la segunda mitad del
siglo XX. Desde ahí podemos entender algunos de los mecanismos que
hicieron y hacen posible que en México la impunidad sea parte del ADN del
sistema político.
¿Por qué es tan relevante la conexión entre los
archivos y la impunidad? Porque, de acuerdo a mi experiencia en estos años a
partir de la apertura de esos fondos, sin estos habría sido imposible imaginar
procesos de revisión histórica y legal contra los presuntos responsables de la
violencia de Estado contra movimientos sociales y otros grupos considerados por
el poder en turno como adversarios y enemigos. En el caso de la masacre del 2
de octubre, el más emblemático por la cobertura mediática que ha tenido durante
décadas, nunca habríamos alcanzado a comprender el nivel de responsabilidad del
presidente en ese momento, Gustavo Díaz Ordaz, y de funcionarios como
Echeverría Álvarez (secretario de Gobernación), Marcelino García Barragán
(secretario de la Defensa Nacional) y al general Luis Gutiérrez Oropeza (jefe
del Estado Mayor).
Gracias a esos documentos hoy podemos contar con más
y mejores elementos sobre cómo el 2 de octubre fue en gran medida un ajuste de
cuentas entre políticos, pero también entre militares, en este caso el ejército
regular y los del Estado Mayor Presidencial. Sin esos archivos habría sido
imposible documentar las sutiles conexiones que se dieron entre poderes para
silenciar la masacre: Ejecutivo, Legislativo, Judicial y, en este caso, aunque
no constituyan uno de los poderes autónomos, los militares.
Citaré una de las historias que encontré en esos archivos en 2002 y que representa simbólicamente el tejido casi natural con que las autoridades de entonces pretendían evadir la historia y la justicia. Entre esos millones de documentos estaba un par de hojas con el perfil del juez Eduardo Ferrer MacGregor, quien vía fast track tomó declaraciones, procesó y condenó a cientos de estudiantes detenidos durante el movimiento estudiantil. Con esas condenas, Ferrer MacGregor daba legitimidad al argumento del Estado de que los estudiantes pretendían derrocar al gobierno de Gustavo Díaz Ordaz mediante un plan internacional de subversión.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario